lunes, 27 de marzo de 2017

El escritor loco.

Había escrito el comienzo de dos historias cortas, pero no le convencía lo que había hecho. No le veía ese tono... esa temática... no, ese estilo, mejor dicho. Ya... ya no escribía como antes. Sus relatos antes estaban narrados de una forma particular, inspirado por su gran gusto al modo de narrar de Eduardo Mendoza. Era, a grosso modo, su estilo como escritor, más original, menos original, pero estaba definido.

Ahora se dejaba llevar por las vanas costumbres y tendencias mundanas, siguiendo un esquema infalible para ganar la popularidad del público lector, pero sin una identidad propia y personal. Era, por así decirlo, un enjambre de abejas que no tenía una reina definida (¿o sí?). Un pueblo sin alcalde, un equipo sin capitán... un hombre sin mente, es lo que era.

Al escribir, la mano le temblaba, y el fino lápiz de madera de haya se despeñaba de sus dedos como los ánimos de creatividad en su cerebro. Tenía la mirada perdida... Había bebido, pero... no recordaba haberlo hecho. Simplemente, se encontraba sentado en su sillón con ruedas azul, con los débiles codos apoyados en el escritorio.

Sudor frío recorría su frente colorada por la cogorza y el estrés, aunque también sentía esa misma sensación de humedad en todo su cuerpo de marioneta social. Era un estado de trance, del que no se creía capaz de escapar. Él tenía que escribir una nueva exitosa novela para la famosa editorial PuppetLetters, y tenía que hacerlo en esa tarde para entregárselo mañana a sus manos colosales de empresario impositor. Tenía muy poco tiempo para terminar toda la segunda mitad del libro... ``¡Ja! ¡El tiempo es relativo´´, vacilaba con delirio, ``Según aquel científico que entrevisté, Crisóstomo, el tiempo pasa de forma diferente para cada uno de nosotros, y además, dependiendo de la situación mental en que nos encontremos...´´. Miró su reloj de cadenas de oro, y percibió, a duras penas, las agujas que marcaban las ocho y veinte.

Las agujas, sí. ¿Agujas? Sus uñas tenían clavadas agujas de hierro por todo hueco posible. La sangre borboteaba incansablemente de sus heridas infectadas por el óxido de las puntas... No... no sentía sus manos. La respiración...

``¡Ah!´´. Se levantó sobresaltado de una cabezadita que parecía que había dado, sobre el madero del escritorio. Pero algo no cuadraba... ¡Sus manos estaban bien! ¡No había herida alguna! Y ni rastro de esas agujas endemoniadas, que a saber por qué las tenía ahí... Su reloj, sí, el reloj de cadena que le había regalado su mujer por su aniversario de casados, estaba dando las ocho y veintiún minutos. Todo iba normal. Eso que había ocurrido... era como si hubiera tenido una ausencia de estado consciente. Parecía real, era real... Era una sensación de sucesos precipitados. Todo ocurrió muy rápido. No... no sabía exactamente qué diablos había pasado. Tal vez el alcohol que había tomado con exceso, o a lo mejor era el cansancio... No, debía intentar concentrarse en el relato y no en las agujas que marcaban la hora.

La historia iba sobre un niño. Un niño que soñaba con volar. Su madre no le permitía intentarlo, y no le decía el porqué. Día tras día, el niño le preguntaba a la madre si podía volar, pero, soberbia ella, no le dejaba. Una madrugada el niño decidió desobedecer las palabras de su progenitora, y se subió encima de la alcoba de su cuarto, afuera, a la merced de las nubes y el viento. El niño abrió los brazos en posición de avión, poco a poco. Hinchó e inclinó su pecho hacia el frente, tras lo cual se dejó llevar por la fuerza de la inercia natural. Parecía que volaba. Un momento... ¡volaba! ¡Estaba volando! Se iba alejando cada vez más de su casa de adobe y grava, adentrándose en la esponjosidad de las dulces nubes de algodón de azúcar. Todo cogió un tono rosado a su alrededor. Era libre. Era libre y volaba. Su madre nunca tuvo la razón.

Sin embargo, el escritor desesperado no sabía si ese debía ser el final de su fábula. En el mundo real, los niños no vuelan, y las nubes no son de color de rosa. ¿Acaso era esa la conclusión que tenía que tener el libro maldito, o debía contar la verdad sobre lo que le ocurrió a ese pobre niño?

Debía, sí.

Ese niño nunca voló. Cayó en picado desde su balcón y se fracturó quince huesos, entre ellos, los del cráneo. Todo el pueblo acudió a ver la horrible desgracia: la madre sollozando, los ambulanceros corrían a toda prisa para levantar el, ahora, pequeñito cuerpo inerte del niño. Fue un completo espectáculo siniestro. El niño muerto, si hubiese sobrevivido, hubiera padecido una seria enfermedad cerebral degenerativa, la cual le habría amargado el resto de su vida, según los más pesimistas. Pero en aquel lugar también se encontraba un individuo, cuyo nombre era Octavius Srollemann. Él era el hermano mayor del niño que soñaba con volar. Su cara de conmoción al ver la escena siempre será recordada por los pueblerinos que se asomaron a ver.

Solo un capítulo le faltaba para acabar su obra ansiada, y el escritor se había quedado sin ideas. ¿Cómo era eso posible? Un escritor sin ideas, nunca se ha visto antes algo parecido. Las doce y cuarto de la noche eran ya y le quedaban solo unos minutos para enviarle a su jefe el texto, pero nada se le venía a la cabeza. Todo era pánico y confusión en su cabeza. No sabía qué hacer.

De pronto, recordó la verdad. La verdad sobre su vida. Su hermano murió a los siete años, cayó desde un tercer piso. Después de eso, su madre quedó destrozada y él decidió, con dieciocho años, mudarse al sur de Europa, a España, en busca de trabajo y buenos estudios. Al final, ya sabéis adónde consiguió llegar. A este momento, en el que no sabía qué escribir.

Silencio eterno en su cabeza. El niño era real. Él era su hermano. No se creía capaz de haber olvidado su pasado.

Pero, ¿por qué esa manía con querer volar? ¿Qué influencia había tenido el pequeño Olivier?

Su padre. Él había sido.

Trevor Srollemann nunca tuvo las ideas muy claras, ni los clavos de la cabeza bien sujetos. Era un desastre. Bebía. Llegaba a casa como otra persona completamente diferente, según su madre, de a quien había conocido y con quien se casó. Era violento, irritable. Si decías lo más mínimo, te arreaba con la botella de coñac medio rota. No estaba bien de la cabeza. Pero, sin embargo, tenía una parte buena. Había noches en las que iba a la habitación del pequeño y le contaba un cuento para dormir.

``Hay que decir...´´, decía el escritor en voz alta, ``...que papá era bueno en lo que yo me dedico ahora, supongo...´´, vacilaba, mientras miraba la hora en el reloj de muñeca. Al parecer, su padre le contaba historias a su hermano sobre cosas fantásticas, tales como volar, o no tan fantásticas, ya que una vez le oyó farfullar sobre un hombre que le pidió un deseo a un mago, y ese deseo era tener una familia feliz. ``Mi padre era un hombre desgraciado, un hombre al que la vida no le sonrió...´´.

``Y yo... ¿y yo a qué aspiro? ¡No! Debería aprovechar el regalo de existencia que tengo, y que nunca poseyó mi pobre padre...! Ni tampoco mi hermano... ¡Sí, me desataré de esta vida de monotonía e impersonalidad! ¡¡Viviré la vida que nunca pudo saborear Olivier!!



* * *


Los servicios de socorro y de sanidad sacaron el cuerpo sin vida de Octavius Srollemann de su apartamento. Una vecina llamó a la puerta por la mañana, y, al no contestar, la abrió con la llave común del bloque. Octavius Srollemann había fallecido de un ataque al corazón, a los cuarenta y dos años. El hombre que recogieron los camilleros se había convertido en un ``escritor loco´´ en vida, y escritor loco murió.


F I N