<<Hace más
de 2000 años, las guerras eran como el pan de cada día. No sabías si, cuando te
alistabas al ejército de tu pueblo, ibas a poder ver la luz del amanecer de la
mañana siguiente. En fin, uno de esos grandes pueblos era Grecia. Cuando hoy en
día ves su preocupante crisis económica, antiguamente era una de las primeras
potencias del mundo conocido. Disponía de cientos de legiones dispuestas a
masacrar al enemigo. Los adversarios de Grecia no solo solían ser humanos (como
la misma Roma, imitadora de sus costumbres, pero no en paz con la Península del
Mar Egeo), sino también atroces bestias sedientas de sangre provenientes de la
imaginación de la más macabra de las mentes. Basiliscos, hidras, gigantes
colosales, brujas, demonios iracundos y lo que quisieran los dioses. Zeus era,
por decirlo de alguna manera, el que se llevaba bien con los humanos mortales,
aunque no os creáis que era un santo, ya que, a la mínima que les caía mal un
necio rey, desolaban comarcas enteras, y a veces, solo por satisfacción, por un
mero sentimiento de grandeza. Por el otro lado, tenemos al Hades, Plutón, el
Diablo en Carne, es decir, el rey y soberano del Inframundo, el reino de los
muertos. Hasta allí llegaban las almas humanas que no conseguían, al final de
sus vidas, el beneplácito de los dioses del Olimpo para encontrarse con ellos y
vivir eternamente. Bueno, en El País de la Desolación también se recibía una
eternidad, pero era una interminable existencia plagada de miseria, castigo,
injurias, enfermedad, pecado, horror ...y arder en las llamas del estómago del
Hades.
Nuestra historia
comienza en Atenas, la capital griega, en la que un guerrero pedía justicia
para su madre y para sí mismo. Ese bárbaro varón era Perseo, hijo semidios de
Zeus y de una princesa de origen extranjero. El pueblo de Grecia no reconocía
la pertenencia de la madre y el hijo a su imperio. Los abucheaba con ramas de
espinos y antorchas (encendidas por el dios del fuego y la fragua, Vulcano, que
tenía una mala relación con Zeus). El gobernador de Atenas, padrastro de Perseo,
dejaba su mirada de poder sobre la que fuera su familia, y ordenaba quemar
vivos a los dos indefensos. En el último instante, el bárbaro hijo le propone
al gobernador que le traerá lo que quiera para que los deje libres. A esto, él
le contesta que sí hay algo que quiera con todas sus fuerzas, pero que su anciana
edad no le permite obtener por sus propias manos. ``Es la Gorgona Medusa. Esa
escoria asesinó a mi verdadero hijo... ¡lo convirtió en piedra! Tráeme su
cabeza, y no os mataré´´. Dicho esto, Perseo se disponía a liberar también a su
madre, pero su padrastro dijo: ``¡Para esas vanas intenciones, bastardo! Tu
madre se queda aquí, y hasta que no regreses con la cabeza de la Gorgona, no la
soltaré a tus brazos ...sino que estará entre los míos´´. ``¡No!´´, gritó
Perseo, mientras veía la horrible sonrisa del tirano. ``¡Sálvate tú, hijo mío,
ve y sálvanos a los dos!¡Tú eres hijo de los dioses y...!´´; ``¡¡Blasfemias,
patrañas, habladurías!! ¡Pueblo de Atenas, no creáis las palabras que se
deslizan de la boca de esta hereje, porque no son verdad!´´. Tras una pausa,
dijo: ``¡Zarpa por las turbulentas aguas del Egeo, Perseo infame, y encontrarás
la gloria de tu despreciable familia!´´
El joven rubio y
fornido caminó hacia una barca de madera carcomida, desatracó el ruin navío y
se embarcó en un viaje que no le depararía nada bueno.
Por las turbias
aguas del legendario mar pasaron veinte semanas. La soledad no fue una
preocupación para Perseo, ya que su padrastro mandó a acompañar al muchacho a
un pintoresco grupo de singulares individuos: primero, Gorton, un bonachón
campesino que solo buscaba un poco de calderilla; en segundo lugar, un mozalbete
puberto, cubierto de granos pustulentos, al que le conocían como Kimbo, y que
tenía fama de sabandija; después, un desconfiable trasgo, con el nombre de
Ínfermus; y, en último lugar, una vieja profetisa decrépita, que decía que era
la Sibila de Cumas, a la que habían trasladado de templo en templo y de cárcel
en cárcel, y que, en Atenas, la habían apresado por colarse en la Sala Secreta
del Templo de Atenea (la diosa de la sabiduría y las estrategias), afirmando
que podía contactar con ella. Eran, en total, cinco los aventureros en este
viaje, del que, obviamente, no van a sobrevivir todos.
Un día avistaron
un cúmulo verde en el horizonte azul, que pensaron que podía ser un islote, del
que, si había suerte, recogerían los plátanos dorados de las palmeras, que les
servirían de víveres para el último trecho de su rumbo hacia la Caverna de las
Gorgonas. Llegados a este punto, los miembros menos audaces de la tripulación
se aventuraron a escalar los árboles tropicales, en busca del buen saciar de
sus estómagos, cuando de las amplias hojas de aquellas plantas emergieron
cientos de sierpes, que atentaron contra las despreciables vidas de Gorton y
Kimbo, que se vieron atrapados en un ahogamiento fatal. El oxígeno les faltaba,
no había escapatoria, mas la amenazante figura de Perseo se alzó frente a las
víboras escarlatas. El griego, con sus venosos puños de acero, agarró a las
inmundas criaturas, y acto seguido, las partió a todas en dos de una vez. ¡Oh,
gotas de sangre salpicaron los rostros de los pobres marineros! Me diréis, que
unas pocas gotas de sangre no son nada, pero lo que os voy a contar cambiará la
perspectiva de como veis la situación. Dado su largo camino evolutivo, las
serpientes del diablo habían desarrollado una habilidad biológica que hacía
que, cuando fueran capturadas y sacrificadas, su sangre se infectara de veneno
corrosivo. Podéis imaginaros cómo quedaron las caras y pieles de los míseros
aventureros.
Transcurrieron
seis días de este episodio, cuando se habían acabado los alimentos y todo tipo
de bebida no salina. Esto significó que, cruelmente, la triste tripulación
sucumbió al canibalismo. En esa maldita barcaza se contemplaron cosas horribles...
Compañero pegaba un mordisco a compañero, pieles en carne viva, locura,...
gula. Perseo nunca comió ni dejó ser comido, pero el último de los comehombres
que quedó fue el hábil de Kimbo. Ya que contra su líder musculoso no podía
ganar, el único postre que le quedaba era la vieja profetisa decrépita. Era un
plato difícil de engullir, ya que la superficie de la piel del vejestorio
estaba sembrada de pústulas, costra, sudor frío, vello añejo y un notable hedor
a vómito de asno, heces y orina. Debido a lo peliaguda que era la situación,
Kimbo El Kaníbal optó por arrojarse al hondo mar y bucear en busca de peces, pero
fue tal el mal augurio que, por la oscuridad de la noche en la que se
encontraban, cayó de cabeza sobre una roca y nunca se supo más de él.
Aunque la suerte
de los dioses se tornó a favor de Perseo y la Sibila de Cumas, que, al
amanecer, atracaron el paquebote en una inmaculada playa. ``La Caverna está
cerca, lo presiento´´, comentó la anciana. ``Gracias, Sibila... ¿y por
dónde?´´, le preguntó el joven. La profetisa le condujo por el interior de una
verde selva, en la que creyeron escuchar el canto de unas amazonas. Al fin, se
encontraron en frente de la siniestra cueva. ``Sabe que esto no será fácil,
Sibila. Váyase usted lo más lejos posible de este lugar... yo me encargaré del
monstruo´´. La sabia hizo caso del muchacho, y él se adentró en el peligro. El
interior de la Caverna estaba oscuro y húmedo, pero asfixiante. En un cierto
momento vio dos luces rojas, posiblemente de dos antorchas. Oh, crédulo de él,
esas luces no eran antorchas, sino los intensos ojos de la Gorgona Medusa.
Perseo reaccionó a tiempo, ya que se cubrió con un pedazo de espejo-escudo que
había traído de Atenas. ``¡No podrás matarme, bestia, tengo esto!´´; ``Yo no me
confiaría tanto, ingenuo´´. Medusa se acercó con frenesí e intentó arrebatarle
el escudo. Pero una voz sonó detrás de ellos: ``Puede que posea el cuerpo de la
fallecida Sibila de Cumas, pero mi alma es la de la inmortal diosa Atenea´´. El
cuerpo en descomposición de la vieja cayó sin vida al suelo, y de él se alzó la
gran Atenea, en forma incorpórea, espiritual. ``Como ves, Gorgona, soy una
diosa olímpica, así que obedece y deja al héroe en paz´´. ``¿Héroe?´´, pensó
Perseo para sus adentros. Medusa hizo caso omiso de Atenea, y ésta, por un
maleficio que lanzó la criatura de leyenda, se evaporó. Ahora, Perseo estaba a
merced de la muerte, pero se dignó a clamar: ``¡¡Espera!! ¡He venido a cortarte
la cabeza por un trato, un trato que es un castigo para ti! ¡Dice el gobernador
de Atenas que tú convertiste en piedra a su hijo!´´. Medusa enfureció, pero se
dignó a hablar: ``¡Yo no... yo no asesiné a voluntad a ese desdichado
malnacido! Todo el mundo cree las palabras que se contaron mal, pues no lo
hice, sino que mi madre, la híbrida Equidne, mitad mujer mitad serpiente, me
obligó a hacerlo´´. Hizo una pausa. La Gorgona ya no le atacaba, y él escuchaba
atentamente. ``De hecho, todas las muertes a manos mías fueron impulsadas
realmente por ella. Ella... ´´. De repente, Equidne apareció y sepultó a ambos
seres con su cola reptil. ``¡Me has insultado, hija! No dices nada más que
sandeces... Por esto, ¡te arrancaré la cabeza tal y como quieren los
humanos!´´. Perseo, inmediatamente enamorado de Medusa, gritó a pleno pulmón:
``¡¡Noooooooooooooooo!!´´. El bello rostro verdáceo de la Gorgona rodó por los
suelos, y Perseo sabía lo que tenía que hacer. Cogió el escudo y destripó a
Equidne. De ella salieron un caballo alado, al que él llamó Pegaso, y un
bonachón gigante, Crisor, un coloso del tiempo. Perseo besó la frente de
Medusa, se despidió del titán y voló hacia Atenas sobre el corcel volador, con
la cabeza en sus culpables manos.
Perseo El Héroe
llegó a su ciudad. Entró en el Palacio Real. Lanzó la cabeza de su amada a los
pies del soberano y gritó: ``¡Aquí tienes lo que querías! ¡¿Y mi madre?!´´.
``Muchas gracias por tu presente, pero has llegado tarde... tu madre murió de
maneras grotescas... por mi cuerpo´´. El semblante de Perseo reflejaba la
tragedia de su misión, su honor... ¡su madre! Con la ira de un toro, arremetió
con su puño contra el pecho de su padrastro, sacándole de las costillas su
indigno corazón. El cruel cayó al suelo.
Perseo El Herido
De Corazón salió del Palacio Real, no sin antes prender en flamígeas llamas la
residencia del Rey Muerto, llegando el fuego a acabar con las vidas de sus más
altos seguidores. El Que Ya No Era Un Muchacho montó en Pegaso, su fiel rocín,
y nunca jamás volvió a Atenas.
Unos dicen que se
fue en busca de la verdadera gloria, a conquistar las tierras del Gigante
Atlas.
Otros dicen que se
exilió a los lejanos parajes invernales de Asia, con el objetivo de encontrar
un retiro espiritual.
Y otros cuentan
que, simplemente, llegó a una taberna de mala muerte (de una ciudad de la que
no sé el nombre) y se bebió una buena birra.
Pero eso sí, se
juró a sí mismo que el nombre de Medusa ...quedaría honrado>>.
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